En aquella noche del 17 de mayo de 2013, el fuego sagrado de los dioses se desató en las botas de un futbolista, que jugó a los dados con el destino y ganó la partida.
La hierba recién cortada y recién regada, meláncolica. El jugador recibe el balón en el centro del campo. No lo piensa (¿qué habría de pensar?). Y golpea el balón. Lo golpea con el corazón, con las entrañas, con el alma. Lo ha golpeado como nunca antes lo había hecho y como nunca después lo hará. Bien lo sabe.
La hierba recién cortada y recién regada, meláncolica. El jugador recibe el balón en el centro del campo. No lo piensa (¿qué habría de pensar?). Y golpea el balón. Lo golpea con el corazón, con las entrañas, con el alma. Lo ha golpeado como nunca antes lo había hecho y como nunca después lo hará. Bien lo sabe.
Y el balón sube y sube, hasta las nubes, hasta el cielo, hasta rozar el cielo del mundo, y el balón de seda busca el único hueco entre el guardameta y la portería, entre el destino y la felicidad.
Aquello no fue un gol, decían los elegidos que fueron al campo: aquello fue un milagro.
Aquello no fue un gol, decían los elegidos que fueron al campo: aquello fue un milagro.